domingo, 23 de marzo de 2014

El Huicho

Caminaba por el Eje Central, cerca del centro de la Ciudad de México, ensimismado con la vorágine diaria de preocupaciones urbanas: que si tengo cuentas por pagar, que si en cualquier momento me despiden del trabajo, que si la vecina de nuevo me llamará cuando su marido salga de viaje… En otras palabras: pensaba en todo y en nada, y al mismo tiempo guardaba cuidado de mis alrededores, pero distraído de cualquier modo.

De repente, noté con el rabillo del ojo a un tipo arrodillado a media calle, recogiendo algunas monedas del suelo e ignorando por completo al autobús que se abalanzaba hacia él a varios metros de distancia. Una muchacha parecía increparlo desde la acera. El conductor del autobús tal vez estaba distraído, porque ni pitaba el claxon ni disminuía la velocidad. Mi reacción normal como recio urbanita hubiera sido encoger los hombros, voltear la cara y apretar el paso. Al contrario, di media vuelta raudo, di tres zancadas, le eché mano al cuello de la camiseta del tipo y lo arrastré con todas mis fuerzas hacia la acera. Entonces sí hubo gran conmoción entre el claxon y el chirriar de las llantas del autobús, y varios automóviles se unieron a las festividades al estrellarse en la retaguardia del autobús. Entre una neblina de palabrotas y gritos, el causante de la baraúnda solo me sonrió, me dio las gracias, se incorporó y se alejó a paso tranquilo, con la muchacha siguiendo sus pasos e increpándolo de manera copiosa pero sin enojo real. Más bien parecía hastiada con todo en general y en particular con el tipo. Yo seguía tumbado en la acera y cuando intenté incorporarme, noté a una anciana sentada en la acera a pocos metros de distancia. Frente a ella, también en el piso, había una manta extendida en el piso, mostrando algunos dulces a la venta. La anciana meneaba la cabeza de lado a lado con una sonrisa socarrona puesta de lado en su agrietada cara.

—¿Se te olvida algo? —y apuntaba con una mano marchita hacia la calle.

Sorprendido y horrorizado, miré un cuerpo idéntico al mío que yacía justo frente al autobús. Peor fue mi sorpresa cuando, al mirar hacia abajo y cerciorarme de que no estuviera alucinando, noté que en lugar de manos, tenía alas. «¡No mames! ¿Qué chingados es esto?».

Me incorporé a toda prisa con la intención de acercarme al horrible cuerpo frente al autobús, pero la anciana alzó la voz y me dijo que fuera a ella. Supongo que la curiosidad me venció, así que obedecí.

—Tienes que buscar al dios, porque solo él puede meterte de nuevo en tu cuerpo.

—¿Cómo? ¿Qué…?

—Sí, muchacho, el dios, el que estaba a media calle. No lo hubieras tocado, pero no sabías lo que podía suceder… Apúrate o lo vas a perder de vista. Se fue por allá —y ahora apuntaba su garra hacia la esquina.

Sin entender nada, como sea me encaminé hacia la dirección indicada. A un par de calles de distancia reconocí al tipo parado frente a una pared. Escribía garabatos con una lata de pintura en aerosol. Al acercarme, pude leer lo que decía: «¿Problemas? Llama al Huicho, tu dios servicial. 555-55-55».

«Qué ridiculez», pensé, «ni siquiera es un número real». Y luego pensé que era más ridículo que me enfocara en eso de entre tanta otra ridiculez.

—Oye, disculpa, pero dice una vieja que me puedes ayudar. Necesito…

—¡Nada, nada! ¡Si quieres que te haga un trabajo, debes llamar a la línea directa de atención!

Iba a discutir, pero la muchacha que lo seguía meneó la cabeza enfática y apuntó con el dedo al tipo y luego con el mismo dedo describió pequeños círculos sobre su sien. Mensaje recibido, está más loco que una cabra. Di un resoplido, mezcla de resignación y desesperación, y saqué mi móvil del bolsillo del pantalón. Marqué el número. De inmediato, sonó la tonada de La Cucaracha y el tipo frente a mí sacó su propio móvil para contestar.

—¡Hola, hola, hola, hola! ¡Aquí el Huicho, tu dios servicial! Precios económicos y satisfacción garantizada. Dime todo.

—¿En serio? —ya había bajado el móvil y lo miraba, apretando los dientes y el puño libre.

—Nada, nada, no te me encabrones, mi rey, que hay que cumplir todas las reglas. 'Ora sí: dime pa' qué soy güeno. Ah, y recuerda: debes ofrecer sacrificios pa' que se cumpla tu petición.

—¿Cuáles sacrificios? ¿A poco parece que cargo un borrego y un altar conmigo?

—Dale lo que sea que tengas en los bolsillos —interrumpió la muchacha, con voz aburrida—. Este pendejo no tiene preferencias. Claro, si fueras generoso, a lo mejor nos pagarías dinero, pero, como ya dije, este es un tarado que no entiende que hay que ganar dinero para comprar cosas. Vamos, dale lo que quieras, pero apúrate antes de que se distraiga y se largue sin rumbo, como siempre. Y dile tu deseo.

Me hurgué los bolsillos y solo encontré las llaves de la casa, mi cartera y un paquete abierto de goma de mascar. Le dí la goma de mascar.

—Por favor, regrésame a mi cuerpo.

—Claro que sí, no hay problema, te pongo en la lista de espera. Es que ya prometí que vamos a cambiarle el aceite del coche a un tipo y que vamos a buscar el perro extraviado de una tipa. O algo así… En cuanto acabe con ellos, regreso contigo. Espérame donde nos conocimos. ¡Adiosito!

El tipo y la muchacha desaparecieron.

Resignado, regresé a esperar al sitio del principio. Claro, todavía no habían llegado la ambulancia ni los bomberos ni la policía, y no parecía haber muchos curiosos alrededor. Los conductores del autobús y los automóviles del percance se encontraban a media disputa a gritos y sospeché que era cuestión de segundos antes de que se valieran de los puños. Me senté junto a la anciana para indagar más sobre el tipo raro. Bueno, ni tan raro, sino más bien orate. Tenía facciones indígenas, y vestía vaqueros azules y camiseta roja. La camiseta tenía impreso un pequeño corazón amarillo con las letras CH en medio. No se notaba desnutrido ni desaseado. El buen humor parecía bullirle hasta por las orejas. Y aun así era alguien que podría olvidar muy fácil. No así la muchacha: su vestido negro de seda muy corto acentuaba un cuerpo de curvas muy atractivo, pero andaba descalza. No obstante, ella se veía muy desaliñada y fatigada.

—Pobres dioses olvidados —a propósito de nada, como sea el comentario de la anciana me llenó de aprensión—. Andan por el mundo sin ton ni son, sin saber que lo único que necesitan es olvidarse a sí mismos para ser felices. Ya ves, como el Huicho. Pasa los días cumpliendo trabajos insignificantes y humillantes porque piensa que así tendrá la devoción de los hombres de nuevo. Pero ya nadie cree en él. Nunca más creerán en él…

—¡No me diga que usted le cree a ese tal Huicho que es un dios!

—¡Claro que lo creo! Los dioses caminan entre nosotros. Quizá no son como ahora nos los pintan: no son todopoderosos, no lo saben todo, pero lo que es cierto es que viven para siempre. Mi tatarabuela me decía que los dioses nunca fueron espíritus humanos y que son mentiras que ellos crearon al mundo. Son espíritus que tienen poderes grandes y milagrosos, que pueden controlar las fuerzas del mundo y que pueden susurrar secretos en los corazones de los hombres. Pero no pueden llevarte al cielo o al infierno. Y no pueden crear nada nuevo. Solo pueden destruir. Todo lo que tocan, mancillan. Sus bendiciones son de paja y sus favores saben a arena en gargantas sedientas. Bueno, eso es lo que decía mi tatarabuela, vaya usté a saber…

—¿O sea, que son como demonios o ángeles?

—No, nada de eso, esos son otros cuentos. Los dioses son como fuerzas elementales que existen en los mundos. Si solo sabes cosas de cristianos, entonces son como las Potestades y los Principados, o algo así, según el libro de los cristianos. Pero es culpa de los hombres que haya dioses. Esas fuerzas no tenían conciencia antes de que los hombres soñaran que había dioses que controlaban el viento y la lluvia y el trueno, y cuando los hombres comenzaron a buscarlos y a ofrecer sacrificios y a entregar su adoración, esas fuerzas cobraron conocimiento de sí mismas y asumieron las personalidades que los hombres les achacaban. Ahora, en este mundo moderno, los hombres ya no sueñan con los dioses y los han olvidado. Pero eso no significa que hayan desaparecido. Como dije, no pueden morir, así que toman nuevos disfraces.

—¿Como el Huicho?

—Así como el Huicho hay pocos. Muchos otros dioses han encontrado nuevos trabajos. Cuando vinieron los conquistadores, le prohibieron a los indios seguir adorando a sus dioses. Eso es algo imposible, así que los indios siguieron venerándolos, pero les dieron otros nombres: los nombres de los santos que aprendieron de los curas. Así que Tlaloc, Tezcatlipoca y otros cuantos ahora trabajan bajo otros motes. Algunos dicen que Quetzalcóatl obtuvo el puesto más codiciado, el del salvador del mundo, pero son solo rumores.

—Y este Huicho, ¿cuál dios era antes?

—¡Uy, no, muchacho! ¡Esas cosas no se dicen en voz alta! ¡Ja, ja, ja, ja! Pero… ya soy una vieja al portón de la muerte y tú no eres más que un fantasma, así que te voy a contar el chisme: el Huicho es uno de los dioses de la calamidad. Nada de lo que hace por ayudar a la gente le sale bien. Arruina todo y a cualquiera que se cruza en su camino le trae mala suerte. La razón por la cual intenta ganar de nuevo el favor de la gente a como dé lugar es porque era el dios principal de los aztecas: ¡Su nombre real es Huitzilopochtli, el dios de la guerra! Vaya, veo que no estás muy impresionado que digamos… Pero déjame decirte otro chisme más jugoso: la muchacha que lo sigue es un fantasma de otro mundo.

—Pues si es marciana, en Marte están muy buenos.

—No, ¡cuál Marte ni qué ocho cuartos! Ella viene de otra Tierra, de otro tiempo. Le dicen Chío, pero su nombre real es Xiuhcóatl. Ella era el arma más mortífera del dios de la guerra. Era la daga que parte el cielo. Creo que el Huicho todavía no se da cuenta de quién es Chío en realidad, pero cuando lo sepa, ¡ay, Dios! ¡Va a desatar horrores inconcebibles, peores que cualquier Apocalipsis! No, no pongas esa cara, no hay nada qué hacer al respecto. Ojalá pronto regrese el Huicho y te conceda tu deseo. Quizá no recuerdes nada de esto cuando estés de regreso en tu cuerpo, pero si algo recuerdas, que sea la necesidad de vivir feliz y disfrutar el resto de tus días. Mucho sospecho que van a ser muy cortos…

La anciana y yo hemos esperado varios días, pero el Huicho no ha vuelto todavía.

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